Por Pavel Marmanillo Barrio de Mendoza
En el lugar más central del debate de nuestros tiempos está latente el del derecho a la vida, el derecho a ser.
Por supuesto que si hablamos del origen de estos derechos caeremos en cuenta de que se fueron construyendo y reconociendo a lo largo de la historia en toda la orbe y preceden a cualquier carta o declaración post guerra que los aglomeró y diseñó en un lugar parcial y hasta oportunista de la historia: El mundo occidental.
Desde allí se dictaron como novedosos los principios universales recogidos en varios siglos por sus historiadores y filósofos, que en su mayoría aprendieron de sus viajes y exploraciones hacia lugares alejados de sus propios imperios. Claro está que las fuentes de dicho enciclopedismo eurocéntrico fueron citadas escasamente, si no es que ignoradas con mezquindad por completo. Los grandes juristas nos mostraron tramorosamente esa declaración como creación novel después de décadas de reflexión con dos guerras ‘mundiales’.
Así, se continuó suponiendo que la vida es una pulsión única o -por lo menos- parecida a a lo que sucede en un solo lugar. Esto habla de un centrismo cegado por la supremacía o -en su mejor caso- por la ignorancia. Los derechos humanos en su declaración se dicen universales y en la práctica son usados en las particularidades delimitadas por intereses geopolíticos y principalmente -oh sorpresa- económicos.
Las invasiones y guerras son el más claro ejemplo del doble rasero y la polisemia oportunista que tienen muchos gobiernos occidentales a la hora de hablar de derechos humanos que, además, son interpretados convenientemente en el montaje mediático servil a sus causas.
Esta polisemia está acompañada de una bagaje noticioso que calcula sus tibiezas en favor de las conveniencias del corporativismo salvaje, cuyas inversiones sostienen a todo aquel que se haya alineado con sus intereses.
Ejemplos bastan, pero otra vez, cuando se trata de Israel, los discursos calculados hablan de guerra en vez de decir genocidio. Se dice conflicto a cambio de ocupación militar. Se habla hipócritamente del derecho a la defensa omitiendo adrede todas las pruebas de limpieza étnica y asesinatos planificados desde las políticas gubernamentales colonizadoras de Israel.
Se habla de un Estado judío sin mencionar los planes sionistas cristianos y luego judíos del siglo XIX. Nunca se habla de las barbaries perpetradas por los judíos sionistas (en su mayoría de Europa del Este) en contra de las y los palestinos desde los años 30 del siglo pasado hasta la actualidad.
Israel es en la práctica un Estado militar y beligerante. Y es esta condición la que lo circunscribe en los dominios de la beligerancia que usa al asesinato cruel como lo usan todos los invasores.
Invasores al fin como los países que lo auspician con dinero, armas, dobles discursos y vetos a su favor en los fueros internacionales que sólo validan y estimulan la sed de sangre de Israel.
Así, Israel se ha ponderado como una de las estrellas más nefastas de todas estas constelaciones imperialistas: Estados Unidos y la tristemente servil Europa que, con contadas excepciones, ha puesto todo su aparato diplomático y bélico a favor del imperio mayor.
Israel asesina, bombardea, mata de hambre, usa inteligencia artificial para decidir quién vive y quién no. Usa drones con llantos de bebés y voces de mujeres para confundir a la ya traumatizada y hambrienta población gazatí. Bloquea medicinas y acceso al agua mientras bombardea indiscriminadamente al lugar más densamente poblado del mundo: Gaza.
Israel invade, secuestra, vuelve a matar, viola y destruye y sigue impune con su destino manifiesto inventado en teosofías estupefacientes. Se sostiene del invento con violencia y demencia, con un afán asesino y supremacista, con el racismo fundador de sus símbolos y nombres.
Pero como dijimos, Israel no está solo. Lo respaldan las ramas coloniales del sionismo cristiano y sus fanáticos con poder. Lo respaldan las sucursales coloniales de Gran Bretaña y su ADN sanguinario.
Israel es pues, el ejemplo más claro de la búsqueda geoestratégica de los imperios que -en última instancia- sueñan en colonizar el mundo con sus productos, sus creencias y sus formas de vejar a la vida, esa aldea global en la que todo se parece a la banalidad que ha desterrado por fin a lo diverso, a la otredad.