Editorial de La Jornada. Domingo, 9 de junio de 2024

 

Cada día que pasa, el Estado de Israel aporta nuevas y estremecedoras

evidencias del salvaje sadismo y la deshumanización que guían cada uno

de sus actos hacia el pueblo palestino. En las últimas horas perpetró

dos mortíferos bombardeos contra el campo de refugiados de Nuseirat,

en donde asesinó al menos a 250 personas y dejó centenares de heridos.

El jueves atacó una escuela administrada por la Agencia de Naciones

Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA, por

sus siglas en inglés), con el tan conocido como inverosímil argumento

de que apuntaba contra milicianos de Hamas y tomó todas las

precauciones para evitar daños a civiles. La masacre de 14 niños

desmiente categóricamente las cínicas declaraciones de Tel Aviv.

 

Ayer, llevó a cabo un operativo masivo para liberar a cuatro rehenes

retenidos por Hamas desde el 7 de octubre pasado. La incursión fue

acompañada de un tupido bombardeo en el que murieron 210 palestinos,

cifra que aumenta de manera constante conforme sucumben algunos de los

más de 400 heridos. 210 muertos palestinos -y contando- para rescatar

a cuatro rehenes israelíes. 50 vidas palestinas por una vida israelí.

Vidas todas con igual valor a los ojos de la legalidad internacional y

del más elemental humanismo, pero no del gobierno ultraderechista de

Israel ni de los millones de sionistas que lo apoyan. Vidas todas que

nunca se habrían encontrado en riesgo si Tel Aviv respetara las

resoluciones de las Naciones Unidas para la convivencia pacífica de

dos estados en pie de igualdad.

 

Mientras los palestinos mueren bajo los escombros, desangrados en los

improvisados hospitales (pues todos los que existían antes del

genocidio fueron arrasados), o por hambre en la vana espera de que

Israel permita el paso de ayuda humanitaria, los soldados israelíes se

toman fotos sonrientes y hasta burlones frente a los escombros. A esos

militares intoxicados de odio y despojados del último resto de empatía

es a quienes el primer ministro, Benjamin Netanyahu, describe como el

ejército más moral del mundo, una burla a las víctimas y a la

comunidad internacional más dolosa que la de cualquier soldado.

 

Este ejército de exterminio es al que Washington destina el mayor

porcentaje de su asistencia militar, y al que todo Occidente provee de

armas sin ningún reparo en que sean usadas un día sí y otro también

para aniquilar a los niños que corren por las calles y a los que aún

no dejan los vientres de sus madres. A favor de esa máquina de muerte

es que la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó un

proyecto para bloquear los bienes e impedir la entrada a territorio

estadunidense a los funcionarios del Tribunal Penal Internacional que

han investigado los crímenes de guerra de Israel, y en particular al

valiente fiscal Karim Khan, quien pidió la emisión de órdenes de

arresto contra Benjamin Netanyahu y su ministro de Defensa, Yoav Gallant.

 

Es cierto que algunos gobiernos occidentales han dado pasos para

desmarcarse de esta barbarie. Por ejemplo, España, Irlanda y Noruega

reconocieron de manera plena al Estado palestino, un gesto que honra a

sus impulsores y exhibe al resto del autodenominado mundo libre. Pero

en tanto se queden en el plano de lo simbólico y excluyan medidas

orientadas a limitar las capacidades bélicas de Tel Aviv, las naciones

desarrolladas, con Estados Unidos a la cabeza, serán corresponsables

de la mayor afrenta contra la humanidad cometida en el presente siglo.

 

https://www.jornada.com.mx/2024/06/09/edito