Por Pavel Marmanillo Barrio de Mendoza
Se ha dicho que las palabras nacen de la necesidad imperiosa de tratar de describir la realidad. Que la emulan para contar lo que pasa en sus entrañas más incomprensibles y que en muchos casos sólo se quedan en el intento de la definición, en los ríos lejanos de la acepción y en la casa de los espejos de la interpretación. Cuando la realidad muestra sus imbricaciones y se devela violenta y cruda, las palabras se congelan y se van achicando hacia formas que imitan vulgarmente al silencio.
Por ejemplo, si digo genocidio después de escribirlo aparecerán contundencias semánticas junto con las manchas que la historia acarrea en sus rastros. Un olor agridulce se asomará para desterrar cualquier fragancia de vida.
Alguien pedirá que se le aclare el significado y que se detalle con paciencia pedagógica todo lo que conlleva esta palabra que en su fonética deja entrever una representación antigua y sanguinaria de la humanidad.
Genocidio, pues, es la aniquilación metódica de un grupo social. Su ejecución se sustenta en las visiones estupefacientes que los grupos poderosos tienen de raza, religión, etnia, política o nacionalidad. Se trata del homicidio de masas y se busca la desaparición de las personas pertenecientes a éstas. En el extremo de la maldad se han registrado medidas para evitar el nacimiento de las personas depositarias de esta inquina.
Silencio
Después de hurgar un poco en esta palabra y de imaginar escenarios que le den sentido visual y también sensorial nos tenemos que ir necesariamente hacia afuera, al horror. Allá en el mundo, o sea, en la realidad física, siempre están sucediendo cosas. Y lamentablemente el genocidio parece ser una variable frecuente que se ha construido en las mismas fraguas de la cultura y de lo que el consenso científico ha definido como civilización. Sin embargo, en este caso, no es requerido irnos tan lejos en la historia para comprobar que esa actitud destructiva es tal vez la marca más significativa en el ADN de la cultura humana.
Todo comienza con una idea en la que el primer ¨inteligente¨ clama haber tenido contactos sobrenaturales con la divinidad. Ese clamor se convierte en narrativa que explica el orden de las cosas desde una mitología primaria que se va sofisticando junto con las estructuras del poder y del dominio. El primer contactado de la divinidad crea junto con un grupo cercano un sistema de valor que recrea también la moral de su tiempo y las obligaciones exigidas a los demás ejecutadas por la deidad a través de éste y sus aspirantes. Una vez sometido el grupo de normales no contactados sigue la doctrina que ya es parte de la cultura del grupo mayor y continúa en la construcción de templos, rituales, mitos, fechas importantes, símbolos, ceremonias y cuanto elemento sustente su creencia. Así, después de algunos siglos de cocción lenta, la receta teosófica está lista. Un pueblo con su dios blande la espada de la verdad y la debe imponer por sobre todos los que creen diferente. Dios ha elegido. Y así los elegidos ya con su dios declarado comienzan a ver a los que no creen en él como una amenaza o una incomodidad prescindible. Si no cree en mi dios debe ser enemigo de sus planes, dicen.
Este también es el caso de Israel. El sionismo clama que su gente es el pueblo elegido por el único dios verdadero y ha construido una identidad que usa la interpretación teosófica para ser el peón más fuerte del imperialismo en el Medio Oriente.
Han pasado 75 años desde su creación espuria y forzada y lo que hace es erigirse como una fuerza militar que asalta, roba y asesina en tierras palestinas en las que la diversidad alguna vez fue la fuente de la convivencia no bélica.
Así, Israel ocupa Palestina y ejecuta un genocidio a cuentagotas. Seguro sería más voluminoso si no existiera la traba del derecho internacional. Lo que ha hecho Israel es espaciar la limpieza étnica y disimularla en las décadas que cada cierto tiempo son testigos de crímenes de lesa humanidad. Su maquinaria asesina es aceitada con los dólares de generaciones de presidentes norteamericanos decadentes cuyo denominador común es contar con un perfil de psicópata justiciero sacado de sus fantasías fílmicas más horrendas. Su ejército de ladrones de tierra y asesinos de niños recibe suministros cuantiosos de la industria bélica que sólo le pide informes detallados de control de calidad de las armas que cada cierto tiempo prueban en contra de los palestinos y palestinas.
La limpieza étnica que Israel perpetra en Palestina, en Gaza le está creando una herida más profunda a la historia de la humanidad. Esta herida supura desvergüenza y superioridad, violencia sofisticada y complicidad de los hipócritas, islamofobia y ceguera religiosa, fanatismo exacerbado y prensa corporativa más sucia que nunca. En fin, Israel se ha convertido desde hace décadas en la antonomasia de racismo y apartheid. Ha modernizado todos esos conceptos que creíamos haber dejado atrás sólo por seguir esa narrativa que un día comenzó con la historia de que un dios le había dicho a un hombre que su pueblo era el elegido, con ese salvoconducto divino han obrado de la forma más miserable que condena a nuestra especie al lugar más sucio de la historia.